Entre las inquietantes noticias procedentes de Japón, tras el terremoto y el tsunami, prevalecen las que se refieren al accidente nuclear de Fukushima. La Humanidad asiste asombrada a lo que recuerda, aunque sea sólo en parte, a la catástrofe de Chernóbil.

En el actual accidente en cadena, al menos cinco reactores nucleares se encuentran gravemente dañados y alguno de ellos ha emitido importantes cantidades de isótopos radiactivos. Pero de todos ellos, el número 3, que utiliza plutonio, es el que más preocupa.

Para entender el problema particular del plutonio hay que remontarse a su mismo origen. No se trata de un elemento, a diferencia del uranio, obtenido tras pacientes extracciones mineras, sino que se fabrica a partir del uranio. Su primer uso fue militar, y la gran bomba de Nagasaki, mucho más mortífera que la de Hiroshima, contenía plutonio.

Para que una bomba atómica estalle se precisa de un potente detonador, la fisión del átomo solo se produce en esas circunstancias. En algunas centrales nucleares se usa plutonio por la gran facilidad que se puede someter a fisión. Con el reactor parado, como es el caso de los de Fukushima, lo que parece que va a suceder y hay quien piensa que es inevitable, es que al final violentos incendios elevarán a la atmósfera diversos isótopos radiactivos ya generados y contenidos en la vasija del combustible, y el propio plutonio, pero no se producirá la propia fisión del plutonio. La fisión es la ruptura en cadena del átomo en progenies de diversos isótopos radiactivos.

El plutonio se depositaría en las inmediaciones de la central devastada, salvo aquel que pudiera ascender con el aire caliente a capas altas de la atmósfera, en cuyo caso los vientos dominantes y el azar determinarían dónde caería con las lluvias. Lo más probable es que sea en el Océano Pacífico y, si hay muy mala suerte, en la cara occidental de las Montañas Rocosas, aunque de un modo necesariamente mitigado.

Como el nuevo elemento transuránido era —además de más inestable que el uranio— más venenoso según todos los indicios, por ser altamente reactivo químicamente y por emitir a su vez peligrosas partículas alfa, el Gobierno de los EE UU emprendió un experimento secreto hacia 1940, inyectándolo a unas 18 personas. Se objetivó de un modo monstruoso la enorme toxicidad de este elemento químico radiactivo. En cierto sentido muy parecido al polonio: todo el mundo recordará el modo en que murió el espía ruso Litvinenko, después de recibir una dosis letal presuntamente en una taza de té. Dosis que, sin embargo, ni se veía ni se olía ni se podía detectar de ningún modo que no fuera un contador Geiger o similar.

En eso radica el temor que producen las radiaciones: no se notan de ningún modo por nuestros sentidos. Por eso es tan importante insistir en que la irradiación externa se debe a fotones gamma, y su poder disminuye rápidamente con la distancia: a pocos kilómetros de las centrales ya no existe peligro alguno. Pero algo muy distinto es la contaminación radiactiva. Ingerir cantidades tan pequeñas como microgramos de plutonio sería letal porque reaccionaría químicamente con los tejidos, pasaría al hueso con toda probabilidad y allí permanecería para siempre irradiándonos desde dentro, porque no deja de emitir partículas alfa, que a su vez al frenarse vuelven a emitir un nuevo fotón gamma, el realmente responsable del daño celular y genético.

La muerte llegaría bien por sangrado, al perderse las células del tubo digestivo y mucosa genitourinaria, o bien por aplasia medular, es decir, carencia de células de la sangre (plaquetas y leucocitos primero y hematíes después). En esta situación estarían los trabajadores, caso de romperse sus trajes protectores y, eventualmente, de ahí el temor, si un violento incendio y la casualidad llevasen las cenizas directamente a Tokio: esa sería la peor de las posibles circunstancias. En el caso de cantidades muy pequeñas, se incrementaría el riesgo de mieloma o de leucemia y linfomas, entre otros cánceres.

La detección del plutonio en alimentos eventualmente contaminados no parece problemática para un país como Japón, incluso en el peor momento de su historia reciente.

Insinuar que no existe el riesgo es mentir. Afirmar que eso va a suceder es asustar innecesariamente. Existe una posibilidad real de que las cosas salgan mal, pero esencialmente para los japoneses del entorno de la central, que además han sufrido el terremoto y el maremoto. Llueve, pues, sobre mojado.

Cuando la central se haya enfriado convenientemente, habrá que retirar el combustible y quedará una zona de kilómetros cuadrados con restos radiactivos. Serán precisos años de trabajos, bien organizados, para su descontaminación, porque uno de los isótopos del plutonio tarda más de 20.000 años en reducirse a la mitad su cantidad, por desintegración. Trabajos mucho mejor organizados que la retirada del plutonio de Palomares, que como saben, cayó allí del cielo en 1966, tras el incendio de un B52, y allí sigue.